INSIDE POTOSÍ MINES I was supposed to be on holidays but as soon as I set a foot inside Mina del Rosario in Potosí, Bolivia, and I was awared of the story I had in front of me, I grabbed my phone …
De funerales por Sulawesi
En una ocasión, viajé tres días enteros con sus largas noches hasta un lugar cercano a las antípodas para asistir al funeral de una persona a la que nunca había conocido, ni a ella, ni a su familia ni a nadie de su comunidad. Fue el viaje más largo de mi vida, el más cansado pero, así son las cosas, uno de los mejores que hice nunca.
El nombre del difunto nunca llegué a saberlo y si lo supe, lo olvidé inmediatamente. Cuando su féretro llegó al recinto funerario -un conjunto de edificaciones de bambú construido para la ocasión- ya llevaba muerto tres años. Durante ese tiempo había permanecido en una habitación de su casa, debidamente conservado en formol, atendido por sus familiares como si de un enfermo se tratara, ya que -oficialmente- su alma seguía atrapada en el cuerpo a la espera del funeral. Esos 36 largos meses habían permitido a la familia ahorrar el dinero suficiente para organizar el espléndido festival de despedida que estaba a punto de comenzar.
«Los Toraja solo se preocupan por uno cuando está muerto, antes no miran para él», me explica con algo de amargura Jackob, el guía Toraja que me ha invitado al funeral. Con eso me adelanta que lo que está a punto de suceder ante mis ojos no es una extravagancia, sino el rito funerario acostumbrado entre su pueblo. Es eso precisamente, lo que me ha traído hasta aquí. Estamos en las tierras altas del centro de Sulawesi, una isla de formas aun más peculiares y caprichosas que sus tradiciones. Archipiélago de las antiguas Célebes. Una de las 17.000 islas de Indonesia. A diez horas de autobús por carreteras imposibles del aeropuerto más cercano. A más de 13.000 kilómetros de casa.
«Es así de simple», explica. «El funeral es la fiesta más importante en la vida de cualquier Toraja, mucho más que el matrimonio o el nacimiento de los hijos. Tiene dos funciones: ayudar al difunto a encontrar el camino hacia al más allá, para que desde allí pueda ayudar a (e interceder por) su familia -y evitar de paso que se quede en el pueblo ‘fastidiando a los vivos’- y hacer una demostración del estatus de la familia, devolviendo a vecinos y amigos las mismas atenciones que han tenido con ellos en los funerales que ellos han organizado.
La costumbre llegó con los Toraja a Sulawesi desde su desconocido lugar de origen muchos siglos atrás, junto con sus curiosas casas con tejado en forma de quilla de barco, y sigue manteniéndose viva a prueba de penurias, estrecheces y escasez de presupuesto, explica Jackob, que aún no ha acabado de pagar el funeral de su madre, celebrado seis años atrás. «Los jóvenes creemos que este sistema no es bueno, pero… es la tradición. ¿Cómo vamos a dejar de hacerlo? Nuestros padres no lo entenderían y sus espíritus no nos darían tregua».
Organizar un funeral Toraja no parece tarea fácil, pienso mientras recorro el recinto del festival funerario. Allí no hay tanatorios o al menos no se usan y los miles de invitados que pueden asistir al evento hacen imposible celebrarlo en casa. Por eso, en el pueblo del difunto se levantan para la ocasión edificaciones de bambú, que servirán para acoger a los invitados los días que dure el funeral. Sí, los días, porque un funeral que se precie puede durar, tres, cuatro, cinco días, o incluso más….
La despedida a mi difunto desconocido tuvo lugar a mediados de agosto y, a juzgar por el recinto que le habían construido, el hombre debió de formar parte de una familia influyente del pueblo, rica o, al menos, con capacidad para endeudarse y organizar un fastuoso festival. Cuando llegué el difunto ya había tomado posesión de su torre, una alta edificación construida para albergar el féretro durante la celebración. Es su primera morada fuera de este mundo y en la antesala del otro, porque, en cuanto el ataud es colocado allí, pasa por fin a ser considerado muerto.
Junto a la torre del difunto, se había levantado al menos una decena de pabellones de invitados, que empezaron a llegar pasadas las diez de la mañana. Vestidos de negro, en su mayoría, desfilan ante la familia anfitriona que, lejos de compartir el luto, luce vistosos trajes tradicionales de color naranja.
A un funeral toraja se va limpio y elegante y nunca con las manos vacías. Hay que contribuir con un presente equivalente al que esa familia entregó al invitado en alguno de los funerales propios. La mayoría lo hace con cerdos, gallinas, tabaco…. y los más pudientes, hasta con un búfalo, el gran protagonista, con permiso del difunto, de un funeral Toraja.
«En el funeral de mi madre sacrificamos dos búfalos y seis cerdos. Lo pagamos entre mi hermano y yo. Seguro que se quedó muy contenta, fue un buen funeral», relata Jackob. Hago cuentas. Un búfalo cuesta entre 2.000 y 3.000 euros, siempre que no sea albino, porque, en ese caso, el precio se dispara hasta los 15.000 euros o más. «Los búfalos tienen la función de guiar al difunto a su próxima morada. Y uno albino distingue el camino con más claridad», justifica Jackob.
La explicación no me resulta convincente pero la mayor cotización de los búfalos blancos es un hecho que comprobaré al día siguiente en el mercado de ganado. Entre animales negros, grises y parduzcos encuentro un único ejemplar claro que, con toda seguridad, tiene los días contados. En esta época del año, agosto, se celebran los festivales funerarios más fastuosos, los que pueden permitirse el lujo de un búfalo albino. Es una manera de facilitar la asistencia a los muchos toraja emigrados, que tienen obligación de volver a casa para despedir a un familiar fallecido. Para muchos, son unas costosas vacaciones forzadas.
No había búfalo albino en el funeral de mi difunto anfitrión pero sí 24 ejemplares negros que fueron sacrificados para alimentar a los aproximadamente dos mil asistentes. Lo que se dice un funeral importante. Y junto a ellos, decenas de cerdos que corrieron igual suerte.
El sacrificio, despiece y preparación de la carne, cocinada en el interior de palos de bambú, es una de las actividades centrales del festival, solo por detrás de la más importante: comerla.
El reparto de las raciones se hace por riguroso orden jerárquico: la familias dirigentes de cada pueblo, las primeras. Las cantidades se anotan cuidadosamente para que queden constancia de lo entregado a cada uno. Y el mismo rigor se utiliza al repartir los cuernos del búfalo, la pieza más preciada del animal y el termómetro del estatus de cada familia. Su poder se puede deducir del número de cornamentas que exhiben sobre la puerta de sus casas.
El resto del tiempo del funeral se mata entonando cantos y bailando danzas funerarias, jugando a las cartas, bebiendo vino de palma y apostando dinero en peleas de…. búfalos, por supuesto.
De entre todos los invitados al festival mortuorio, hay solo uno que no prueba bocado: el tau tau, la efigie en madera del fallecido. Es otro de los protagonistas de la ceremonia y, también, otra de las evidencias que nos permiten construir una hipótesis creíble de por qué los Toraja son una isla de fe cristina en el corazón de un territorio -y un país- musulmán.
Jackob sonríe. «Con nosotros, los musulmanes nunca tuvieron éxito. Es imposible por tres razones», explica. «Nos gusta demasiado el cerdo, nos encanta el vino de palma y rendimos tributo a la imagen que tallamos en madera de nuestros antepasados muertos. Y además, no estábamos dispuestos a renunciar a ello. Así que los Toraja nos hicimos cristianos, porque esta religión es más tolerante con nuestras costumbres», concluye. La explicación es sencilla y, quizás por eso, creíble, porque la base de todo lo que estoy presenciando ese día son las constumbres animistas precristianas que los Toraja se han arreglado para mantener a salvo a pesar de los avatares históricos.
La talla del tau tau, una minuciosa reproducción en madera a tamaño natural del fallecido, es otro de los grandes desembolsos a los que se ven obligadas las familias a la hora de organizar un funeral. Aunque aquí a los carpinteros les ha salido un competidor imbatible: el retrato en papel, que es la alternativa económica para quienes no pueden pagar una réplica de madera del difunto.
El tau tau tiene su función una vez acabado el funeral. Es él quien vigilará a los vivos desde su balcón en la roca o la montaña en la que se excavará la sepultura del difunto. Porque los Toraja no entierran a sus muertos: necesitan el suelo para hacer las terrazas en las que cultivan su arroz. En su lugar, excavan las sepulturas en alguna de las numerosas rocas de granito que salpican el paisaje. Y en ellas, si es posible, construyen balcones en los que quedará perpetuamente asomado el tau tau.
«Si te fijas, el territorio Toraja es un enorme cementerio al aire libre», dice Jackob, señalando las sepulturas que vamos encontrando por el camino. Avanzamos dando tumbos entre los baches que se suceden en la empinada carretera. El territorio Toraja es montañoso y está cubierto por una exuberante vegetación. Rantepao, nuestra base de operaciones, está a casi ochocientos metros sobre el nivel del mar. Nuestro destino es Lemo, primero, y Kete Kesu, después, donde vamos a visitar dos cementerios propiamente dichos.
Los espíritus de los difuntos dejan de dar guerra tras el funeral pero el tau tau sigue requiriendo atención. Hay que cambiarle el traje periódicamente, llevarle tabaco, ponerle flores…. Algunas familias mantienen esas atenciones incluso con el cuerpo del fallecido y una vez al año lo exhuman y lo llevan en procesión hasta la casa, donde le cambian de ropa y le adecentan antes de devolverle a su nicho, sin olvidarse de posar para la foto con el difunto ‘agüelico’.
Lemo es lo que se podría decir un cementerio animado. Lo es por las visitas que recibe pero también por el bullicio silencioso que parece escaparse de las abarrotadas tribunas de tau tau. Desde sus balcones, asomados a una montaña con vistas, que tiñen de color con sus ropas, los cuerpos de madera disfrutan del mejor sitio del cementerio.
Al otro cuerpo, al de carne y hueso, se le reserva un lugar menos luminoso cuando el presupuesto no alcanza para excavar la roca y hacer un nicho junto a los balcones: la cueva que se abre en la misma montaña. Dentro, en repisas improvisadas en las paredes con palos de bambú se colocan los ataúdes, cuya forma resulta familiar: la mayoría imita a los tejados de las casas, que siguen el modelo de quilla de barco invertida, aunque a mí, estas alturas del viaje esos tejados me evocan, curiosamente, más a las cornamentas de los búfalos.Pero hay también quien opta por hacer el féretro con forma de cerdo. Nunca logré confirmar que estos fueran más baratos.
Unos y otros están hechos en madera que no tarda en corromperse y dejar escapar su contenido, que los Toraja te enseñan sin ningún pudor: para ellos aquí no hay tabúes. Se siente orgullosos de sus costumbres y les gusta compartirlas con el extranjero.
Los cigarros, los granos de arroz y los pétalos de flores que se ven por todas las oquedades muestran lo viva que sigue la tradición entre los Toraja que solo parecen haber abandonado una de sus costumbres: la de enterrar a los bebés en el interior de cavidades hechas en los árboles. «Así su espíritu puede seguir creciendo con el árbol», explica Jacob, mientras me muestra varios árboles con varias puertecitas colocadas en el tronco. «Aunque ahora ya no lo hacemos», concluye.
A pesar de viajar hasta Sulawesi para ir de funerales -tuve ocasión de asistir a más durante los días que pasé allí- y visitar cementerios, nunca recordaré esta preciosa isla indonesia como un destino triste, sino todo lo contrario. Paisajes y playas espectaculares, una de las mejores oportunidades de buceo del país y gente amable y hospitalaria. El lugar parece tenerlo todo, aunque nada comparable a sus increíbles tradiciones.
Bajo las estrellas del Thar
Publicado en Fuera de Serie. Mayo de 2008
Texto y fotos: Leonor Suárez
Durante siglos, las mercancías más preciadas cruzaban el Thar rumbo a los mercados de oriente y occidente. Hoy el mundo casi ha olvidado este gran desierto, situado entre Pakistán e India.
«Y, enfurecido con su mujer, Siva cortó la cabeza al niño sin imaginarse que era su hijo y la lanzó lejos, tan lejos, que se perdió». Agar clava sus ojos en los de su interlocutor para enfatizar el dramatismo de su relato. Tiene el pelo azabache, espeso, y una sonrisa generosa. Está sentado en el asiento de atrás del vehículo en el que viajamos por un camino que se estrecha progresivamente ante el avance de la arena. El calor aprieta, las fuerzas flaquean. Pero no el entusiasmo de Agar, el guía, que sigue adelante con las explicaciones de cómo Ganesha, dios hindú de la suerte, acabó pegado a una cabeza de elefante por un arranque de ira de su padre.
No es la primera vez que en este viaje alguien nos cuenta la vida de algún Dios con el entusiasmo de un fan que explica el argumento de una película de Bollywood. «Para nosotros, los hindúes, están muy presentes estas historias», justifica, mientras el conductor asiente con la cabeza. Y así, sumergidos en el universo religioso hindú, nos adentramos una calurosa mañana en el confín occidental del Rajastán mítico. Ante nosotros, el gran desierto del Thar.
«Quizás suene bien», me había advertido antes de partir un viajero. «Pero ten presente que al Thar se le conoce también como el País de la muerte». No hay nada a simple vista que explique esta asociación, pienso mientras avanzamos. Esta extensión árida de más de 100.000 kilómetros cuadrados no es un desierto de grandes dunas. El mar de arena está salpicado por una vegetación dispersa, que refuerza su apariencia inhóspita. Entre la arena y las rocas nacen hierbas ralas, arbustos y hasta arbolillos que alimentan a camellos, cabras y, cómo no, a los dioses, recuerda Agar, que identifica a uno de ellos como aak, el árbol de siva, «el preferido por esa divinidad».
Nadie lo diría ahora pero el Thar fue una de las principales vías de comunicación hace siglos. Para viajar desde occidente hasta el lugar donde nacía el sol y abundaban la seda y las especias, las caravanas de camellos cruzaban esta extensión de arena y piedras que separa Pakistán de India. Sus idas y venidas trazaron uno de los caminos de la ruta de la Seda. Hoy ya no hay caravanas que lo crucen con su carga de tejidos, opio, especias y piedras preciosas. Los camellos transportan turistas, que empiezan a alumbrar un futuro prometedor para sus habitantes, a pesar de que el Thar no se encuentre cerca de ninguna parte.
Llegar hasta esta remota zona no es tarea fácil. Desde India, la principal puerta de entrada está en Jaisalmer, conocida como la ciudad dorada, que se alcanza tras varias horas de viaje en autobús por carreteras tortuosas. Jaisalmer hace honor a su sobrenombre, y no solo por el característico color de su piedra, que brilla como el preciado metal a la luz del sol, sino por el mimo de orfebre con el que están construidos sus edificios.
Desde su fundación en el siglo XII, Jaisalmer fue un premio para las caravanas que cruzaban el desierto. Sus bastiones que rodean la colina Trikut anunciaban el fin de las penalidades del camino y la llegada a una ciudad próspera, dominada por el palacio de siete pisos del marajá y plagada de mansiones -denominadas havelis- ricamente ornamentadas, que exhibían la pujanza de los mercaderes.
En el siglo XIX, el aumento del tráfico marítimo desde Bombay puso la primera piedra de su aislamiento. Pero el tiempo ha respetado esta joya del desierto y Jaisalmer sigue regalando a quien hace el esfuerzo de llegar hasta allí imágenes soñadas de ‘Las mil y una noches’.
Aunque la ciudad dorada justifica por sí sola un viaje a esta zona, la visita no está completa sin la experiencia del desierto. hoteles y agencias de viajes ofrecen ‘safaris’ que incluyen excursiones en camello por las dunas, visitas a los pueblos de la zona y el plato fuerte: una noche de acampada en el desierto para dormir bajo las estrellas.
«La vida aquí no es fácil, pero te acostumbras a vivir con muy poca agua», explica Agar mientras visitamos el primer pueblo, un conjunto de chozas de adobe y paja que alternan con otras de piedra igual de rudimentarias. La llegada de un turista a la aldea sigue siendo un motivo de fiesta para los niños, que muestran sus casas, explican sus costumbres, enseñan sus cultivos… «Eso es cawarfali, es para comer», dicen señalando unos brotes amontonados sobre una esterilla. Es uno de los pocos frutos que consiguen arancarle a la tierra.
El agua no siempre está a mano, a veces hay que andar kilómetros hasta el pueblo más cercano. Son las mujeres, con las vasijas sobre sus cabezas, quienes van en su busca, envueltas en coloridos saris, mientras los hombres, tocados por turbantes de color azafrán o rojo intenso, o verde manzana… acompañan a los rebaños de cabras y camellos. Saris y turbantes ponen color al desierto y a los recuerdos que se llevará, grabados en su cabeza, el visitante.
La caída de la tarde marca el final de las visitas y el inicio del espectáculo. Sentados en las dunas, vemos el sol hundirse en la arena, tiñendo de naranja el horizonte. Después, la oscuridad se traga el desierto. Es el momento de dejar hablar a los músicos que, acompañados de tabla y armonium, interpretan canciones que tratan del amor, la familia y la dureza de la vida. Cuando la música se retira, el cielo está ya cubierto de estrellas. Y así, admirándolo en silencio, recostados en lechos dispuestos sobre la arena, pasa rápida la noche en el desierto.
Al día siguiente, una aventura más antes de despedirnos del Thar: explorar las dunas a lomos de un camello de aspecto somnoliento. Su piel áspera está tibia y contrasta con el fresco de la mañana. Hay antílopes que se mueven con ligereza por la arena, arbustos que desafían la aridez con sus ramas cuajadas de flores… El sol proyecta nuestra sombra sobre las dunas y, meciéndonos al ritmo del paso tranquilo del camello imaginamos cómo era ese desierto que vivían, y sufrían, quienes durante siglos lo cruzaron para hacer realidad, con sus mercancías, las promesas del exótico oriente.