Al rescate de la antigua Alejandría

Palacios, templos, esfinges… Los restos de una de las más importantes ciudades del mundo antiguo yacen bajo el agua desde hace mil trescientos años. Fuera de Serie ha presenciado el trabajo de los arqueólogos submarinos que están rescatando del mar las ruinas de la mítica Alejandría.

Publicado en Fuera de Serie

Texto: Leonor Suárez

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El barco se escora ligeramente mientras en la superficie del agua comienza a dibujarse una silueta. Un bulto de color rosado y formas poco definidas emerge impulsado por una grúa. Una sonrisa se dibuja en el rostro de los exploradores que presencian el rescate. «Es una esfinge», dice uno de ellos. “Una esfinge que ha pasado los últimos 1300 años bajo el agua”.

El ‘Princess Duda’ está atracado a doscientos metros de la costa, en una bahía a la que se abre la ciudad de Alejandría. Desde cubierta la vista abarca tres kilómetros de fachada marítima, en la que se alinean edificios de color arena, la otrora elegante y ahora decadente ‘Corniche’. Cinco millones de almas convierten esta urbe en un hormiguero, de tráfico anárquico y bullicio constante. Es la Alejandría moderna, la segunda aglomeración urbana egipcia. Pero los exploradores tienen su atención puesta en otra ciudad que yace bajo el agua. Justo debajo del barco, a tan solo ocho metros de profundidad y velada por un mar turbio, duerme desde hace más de mil años parte de la Alejandría clásica, la capital de los faraones griegos, la gran rival de la Roma antigua. Una ciudad perdida hace mucho tiempo y que en los últimos años está despertando de su largo sueño de la mano del explorador francés Frank Goddio y su equipo de arqueólogos subacuáticos.

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La esfinge es demasiado pesada para ser remolcada por el ‘Princess Duda’, el barco desde el que se llevan a cabo las investigaciones. Así que la vuelven a dejar en el fondo. «Vendrá otro barco a sacarla», explica Goddio. Están preparados para ello. En anteriores campañas, rescataron dos estatuas de granito de cinco metros de altura y cinco toneladas de peso. Y otra del dios Hapi, de seis toneladas, cuya fabricación se remonta a la época de fundación de la ciudad, en el siglo IV a. C. Los tres colosos, perfectamente conservados, se exhiben actualmente en Madrid, en una exposición que recorre los dieciséis años de trabajos subacuáticos en Alejandría y la cercana bahía de Abukir. Son solo una muestra de la riqueza monumental que ocultan las aguas que mecen al ‘Princess Duda’.

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Fue en 1996 cuando el mar dio la primera sorpresa: una estela con una inscripción jeroglífica en la que se podía leer una promesa sugerente: ‘vivirás eternamente’. Los buceadores la encontraron en la isla sumergida de Antirhodos, ubicada en la Antigüedad en el interior del Portus Magnus. La isla, el puerto y la ciudad costera antigua habían desaparecido sin dejar huella hacia más de mil años. Las catástrofes naturales – terremotos, tsunamis, el hundimiento progresivo de la costa- y la destructiva colaboración humana en forma de guerras, luchas y saqueos borraron los rastros de su famoso faro, su biblioteca, su museo y los palacios y templos reales dispuestos en el puerto que conformaban una fachada monumental al mar. Ni rastro, tampoco, de las riquezas de su soberana más famosa, la enigmática Cleopatra.

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En otras ocasiones a lo largo de la historia se buscaron los tesoros, con algún que otro éxito. Pero desde que el ‘Princess Duda’ atracó en la bahía, con su equipamiento tecnológico de última generación, los restos de uno de los mayores centros culturales y económicos del mundo antiguo empezaron a emerger uno tras otro, sorprendiendo incluso al explorador. «Cuando empezamos las investigaciones, en 1992, solo nos planteábamos hacer la cartografía del puerto antiguo » cuenta, mientras la grúa saca a la superficie, esta vez sí, una losa de granito rota. Los arqueólogos ayudan a colocarla junto a otra pieza similar dispuesta en la cubierta. «Encaja perfectamente. Forman parte del mismo objeto, una tapa de un sarcófago de época romana”, explica el explorador francés. Una pieza más recuperada al mar. Y van doscientas solo esta campaña, más otras quinientas localizadas que se han dejado en el fondo. Miles ya en estos años.

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Como un rompecabezas, el goteo de descubrimientos ha ayudado a definir las formas del famoso ‘Portus Magnus’ bajo las aguas de la actual bahía y la ubicación de las antiguas construcciones. Un mapa en el ordenador del barco muestra lo que no se percibe a simple vista. Goddio pulsa una tecla y la pantalla se llena de puntos. “Muestran los lugares donde hay bloques de granito que formaban parte de palacios y templos”, señala. “En esta otra imagen se ve la antigua línea de costa, que quedó sumergida.”

La información del mapa digital debe mucho a la tecnología de última generación empleada por el equipo de investigadores: magnetómetros de resonancia nuclear, sondas batimétricas, sónares y aparatos de escáner de gran precisión, algunos diseñados específicamente para esta misión, les ayudan a trazar la topografía del fondo y rastrear la existencia de antiguas estructuras y objetos. Pero entonces alguien cita a Estrabón, de memoria, como un catecismo, y pone los puntos sobre las íes. Porque las fuentes antiguas, las descripciones que los historiadores griegos y romanos hicieron de la zona, son las instrucciones de uso para tanta tecnología. En la cubierta se cruzan los datos antiguos y los modernos y se imaginan hipótesis. Luego hay que bajar al fondo y contrastarlas. Ahí, el mayor esfuerzo lo realizan los buceadores.

De un salto aparece en cubierta, chorreando, Jean Claude Roubad, el jefe de los buzos. Ha concluido la inmersión de la mañana, unas tres horas de rastreo bajo el agua. Lleva en el proyecto desde el primer día del primer año. Es un veterano en un equipo de cincuenta personas entre ingenieros, arqueólogos, buceadores… casi todos igual de veteranos que él, porque este proyecto es de los que enganchan a los investigadores, uno de los más fascinantes a los que se pueden enfrentar.

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A la pregunta de cómo es el trabajo ahí abajo, responde mostrando una varilla de metal. “Te presento a nuestra gran aliada. Porque no vayas a creer que abajo se ve todo como si estuviera expuesto. Está todo tapado, cubierto de sedimentos. Además la visibilidad del agua es escasa, un metro hay hoy pero hay días que no llega a veinte centímetros. Muchos días casi vamos a ciegas».

Con la varilla golpean la superficie donde se sospecha que ha algo y por el sonido saben si lo que hay debajo es consistente: si hay un bloque de granito que delata una construcción o simplemente los sedimentos que cubren el fondo. Hace unos días el sonido producido por una varilla como esa alertó de la presencia de la esfinge. Y en esta misma campaña los buceadores confirmaron así otros hallazgos: una nueva estructura palaciega y un templo en el que han aparecido estatuillas de bronce, un altorrelieve de mármol, y una cabeza de un sacerdote egipcio, del siglo I a.C, de mirada tan severa que parece pedir cuentas por tantos siglos de exilio bajo el agua… “¡Ah, la felicidad!”, exclama Jean Claude, en un español de fuerte acento francés, al final de la enumeración, como si aquella fuera otro de los hallazgos de la campaña. La suya, como la del resto del equipo, es una ilusión resistente a dieciséis años de inmersiones y logros.

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Y también ha aparecido esto”, interrumpe Goddio, preparado para sorprender. Y muestra un dedo de bronce monumental que, por su tamaño, debió pertenecer a una estatua de cuatro metros de altura. ¿Estará aún ahí abajo el resto de la estatua? “Quién sabe”, responde. “Ahí abajo hay muchas cosas, no hay un metro cuadrado sin que haya nada”.

Ese nada es un concepto amplio en el fondo del antiguo ‘Portus Magnus’. Hay retazos del pasado: mucha cerámica antigua, joyas y monedas de oro, columnas y capiteles, estatuas de dioses, barcos hundidos, lingotes de plomo… Pero también basura contemporánea, metales, plásticos… Y hasta un bombardero de la segunda guerra mundial cuya silueta se dibuja nítidamente en el ordenador de a bordo, compartiendo lecho con esfinges y faraones de granito.

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Muchos de estos objetos, incluso los valiosos, nunca abandonarán ese retiro bajo el agua. No todo se saca y algunas de las piezas que se remolcan se devuelven al mar una vez limpias y catalogadas, de acuerdo con los representantes del Consejo de Antigüedades de Egipto presentes en el barco. Con ellas quiere crear el Gobierno de ese país, propietario de todo lo que se extrae del mar, un museo subacuático, una suerte de Alejandria redescubierta, que acercará al común de los mortales las experiencias hasta ahora reservadas a los arqueólogos submarinos. Y permitirá asomarse a la mirada profunda de tantos dioses que habitan –más quizás que en ningún otro lugar del mundo- las profundidades de esta bahía.

Mientras el museo agota plazos que se presentan largos, solo las palabras de Goddio permiten imaginar ese enorme campo de exploración sumergido, hoy puerto militar de acceso restringido. Es fácil porque más allá de explorador, Godoy es un gran comunicador. Con una paciencia a prueba de terremotos, como los que acabaron con la ciudad, él la vuelve a poner en su sitio a fuerza de palabras. “Después de cada campaña el mapa de la bahía cambia”, dice. “Se responden algunas preguntas pero se plantean otras, se formulan nuevas hipótesis sobre cómo era la ciudad, qué pasó. Es un nunca acabar”.

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La de Alejandría es aún una historia en construcción, con muchas respuestas contrapuestas. El turista posiblemente se vaya de allí pensando que el legendario faro siguió guiando a navegantes hasta el siglo XIV. Es lo que cuentan los guías de la ciudad. Goddio lo duda. “Cómo pudo sobrevivir al terremoto del siglo VIII, que se tragó el puerto”. Pero ni siquiera entre investigadores hay acuerdo. No muy lejos del ‘Princess Duda’ trabaja Jean Yves Empereur, otro arqueólogo de fama internacional, que sitúa el legendario faro en el lugar donde ahora está la fortaleza de Qaitbay. Goddio duda de esa ubicación y lo sitúa más allá, al final de un espigón. ¿Dónde estuvo realmente? ¿Conseguirá algún día la arqueología resolver este misterio?

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Las únicas certezas, por ahora, las aportan el granito o la diorita de las piezas recuperadas. Dos veces al año el ‘Princess Duda’ se llena de buceadores en busca de esas certezas sólidas. En mayo, lo hacen en Alejandría y en octubre se mueven treinta kilómetros al este, a la bahía de Abukir, no muy lejos de la desembocadura del brazo occidental del Nilo. Allí localizaron los restos de las antiguas ciudades de Heraclion y de Canopo, más antiguas que la propia Alejandría, de las que se había perdido el rastro. De allí proceden algunas de las mejores joyas que han conseguido arrebatar al mar. Y también allí concentran muchas de las esperanzas futuras. En Abukir el campo de estudio se amplia. Las seiscientas hectáreas del Portus Magnus se multiplican. Un trabajo ingente, ambicioso hasta el infinito, inacabable… Goddio esboza una sonrisa pero no concreta. “Nos aguardan muchas sorpresas”. ¿Alguien dijo Cleopatra?

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Por la noche, el ‘Princess Duda’ es una mancha de luz en medio del mar oscuro, una pequeña isla enfrentada a la gran ciudad que no duerme. Los exploradores viven en el barco, para aprovechar el tiempo. De día bucean durante ocho horas y de noche… “soñamos con lo visto. Imaginamos qué pudo ser”, confiesa Jean Claude. La luz del barco emula otras que prendidas en lámparas de aceite o antorchas se reflejaban en el mismo mar desde los palacios o templos del puerto. De eso hace ya muchos siglos pero el recuerdo alumbra la esperaza de que lo que hay bajo el agua devuelva a Alejandría parte de su antiguo esplendor.

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