La niña lanzó por la ventana una mirada curiosa. Durante unos segundos sus grandes ojos perfilados recorrieron el patio sin reparar, al menos aparentemente, en las tres personas que en aquel momento la contemplábamos. Y después, tan rápido como había surgido, su menuda figura desapareció de la ventana. Los que asistimos a la escena tardamos en reaccionar. Acabábamos de ver a una diosa, la kumari, la Diosa niña de Katmandú.
En realidad, si uno piensa en los cientos, miles, millones de dioses, avatares de dioses, vehículos de dioses, manifestaciones de dioses… que pueblan el panteón hindú y lo presentes que están en el día a día de aquel pueblo, no debería resultar extraño esto de toparse con uno de ellos frente a frente. Pero una kumari es difícil de ver, a pesar de ser, en realidad, la única diosa de carne y hueso de todas las que se reparten la fe de los devotos hinduistas.
Kumari no hay una sino varias: cada localidad del valle central de Nepal tiene la suya propia, que habita en un palacio y es objeto de veneración y atenciones. Pero quizás por eso de ser la capital y por la vecindad y estrecha relación que hasta su derrocamiento tenía con los monarcas nepalíes, la kumari real de Katmandú tiene una autoridad especial. Su palacio también es especial: el Kumari bahal o Kumari Ghar, un edificio de tres plantas de ladrillo, con ventanas de madera exquisitamente talladas, situado en el centro histórico de la ciudad.
A una de esas ventanas del patio se acababa de asomar la niña. Iba vestida, como es habitual, de rojo y a sus dos ojos curiosos sumaba un tercero, mucho más grande y expresivo, pintado en el centro de su frente teñida de escarlata: el ojo de fuego.
Tuve que guardar todos esos detalles rápidamente en mi cabeza para no olvidarlos. El encuentro había sido tan fugaz que no tuve tiempo de hacer ni una foto.
Antes de pensar siquiera en ello, la kumari devi ya había vuelto a la soledad de su palacio, de la que solo escapa un puñado de veces al año, para participar en los festivales sagrados de la ciudad y recibir la veneración de los nepalíes.
El resto del tiempo vive allí encerrada con sus asistentes un año, tras otro, otro y otro… hasta que le llega el momento de regresar al mundo de los mortales. Porque el viaje a la divinidad de estas niñas nepalíes es siempre con billete de vuelta.
Cuando conseguí sacudirme la sorpresa del cuerpo corrí a Thamel, la calle más comercial de Katmandú, para comprar el libro de Rashmila Shakya. En él, esta exkumari narra ese difícil camino de regreso.
No es fácil convertirse en kumari. Primero, hay que pertenecer a la casta de orfebres y plateros newaris, el grupo étnico dominante en el valle de Katmandú, a quien se debe la ornamentación de los edificios históricos. Deben tener alrededor de tres, cuatro o cinco años. La elegida tiene que cumplir además 32 requisitos físicos y psicológicos que prueban su perfección, como tener los ojos ‘parecidos a los de una vaca’ (el animal sagrado hindú) o demostrar valentía en situaciones que inspirarían miedo a niñas indignas de la condición divina. Y, muy importante, deben tener el mismo signo del horóscopo que el jefe de Estado nepalí, al que pueden llegar a asesorar.
Un tribunal de sacerdotes hinduístas y budistas se encargan del casting, ya que ambas religiones comparten veneración por la diosa niña, que una vez superado el proceso de selección se convierte en encarnación de la diosa Taleju, o bien de Durga, o quizás de Kali, todas estas opciones he leído y todo es posible: en el quién es quién del Hinduísmo nunca se sabe a ciencia cierta….
A partir de ese momento la niña diosa comienza, con su reclusión en palacio, un proceso de alejamiento de lo mundano y un aprendizaje de su nueva condición divina que tendrá que desaprender rápidamente al llegar a la pubertad, cuando acaba su reinado por exigencias del guión: la divinidad se esfuma con la entrada en la adolescencia.
Empieza entonces una época complicada. Descender a la vida real de un país pobre cuando se ha vivido toda la infancia alejada de la gente, cuando solo se ha paseado por la calles en carroza o acarreada por servidores y cuando no se ha disfrutado de educación -¿quién va a poder enseñar a una diosa?- es una caída demasiado dura para salir ilesa. Una superstición que ha gozado de buena salud hasta hace nada alejaba a los hombres de las kumaris devenidas jovencitas casaderas: desposar a una de ellas acarreaba una muerte temprana, aseguraba.
Pero las cosas están cambiando. En parte, gracias al libro de Rashmila, titulado muy significativamente ‘De Diosa a mortal’, en la que narra, escalón a escalón, ese descenso a la vida vulgar. Tras su publicación, el Gobierno ha legislado para asegurar la educación de las niñas diosas, que ahora reciben formación escolar a domicilio.
También les proporciona apoyo económico durante su adaptación a la vida terrenal. Se mantiene sin embargo su reclusión en palacio y su alejamiento de los niños de su edad, sobre cuya legalidad el Tribunal Supremo nepalí se inhibió hace unos años dejando la cuestión en manos de la familia y la tradición.
Tras la polémica levantada por su libro, Rashmila Shakya se convirtió en la primera exkumari en obtener un título universitario. Y según leo en la edición digital del Wall Street Journal del 29 de mayo de 2015, a sus 32 años se acaba de casar y trabaja en algo tan mundano como la puesta en marcha de una ‘app store’ para un proveedor de telefonía nepalí.
En el mismo artículo se cuenta que el palacio de la diosa viviente de Katmandú salió indemne del terremoto de abril, que sin embargo arrasó buena parte de la vecina plaza Durbar, el corazón histórico de la ciudad. En el artículo, los vecinos consultados no dudaban en atribuirlo a la protección de la kumari, que tampoco sufrió ningún daño. A fin de cuentas, recuerdan, la niña es la encarnación de una diosa protectora.
Al día siguiente del primer encuentro volví al Kumari bahal pero nadie se asomó a la ventana y no volví a ver a la diosa. Cuando me iba no dejaba de pensar en la buena salud que mantiene en Nepal esta antigua tradición en un tiempo como el actual, en el que ya es posible contratar a una ingeniera cuyo curriculum incluya experiencia como diosa.