Sudoeste de China, donde la Historia susurra al viajero

Publicado en Fuera de Serie. Enero de 2005

Texto: Leonor Suárez

Fotos: Miguel Ángel Conde

Cuenta la historia que fue el monje budista Haitong quien, en el año 713, concibió la idea de construir un buda gigante en la confluencia del Min y el Dadu, en la provincia occidental de Sichuán. El buen monje confiaba en que la presencia del buda amansaría las fuertes corrientes y remolinos que se cobraban la vida de barqueros y pescadores. Tras 90 años de trabajos en las laderas rocosas del río vio la luz el buda pétreo más grande del mundo.

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Con 71 metros de altura, solo su pie, de ocho metros de empeine, era capaz de acoger a decenas de personas. El monje no llegó a ver concluida su obra pero su fe fue recompensada: según la tradición, las piedras desprendidas durante las largas obran acabaron por rellenar los ‘abismos’ del río, que encontró así descanso para su insaciable apetito destructivo. Sea o no cierto el desenlace, Dafo Sí o el Gran Buda de Leshan permanece como una de las maravillas del suroccidente chino, un mundo mágico, desconocido aún por muchos occidentales, donde reposa en buena medida la esencia de la milenaria cultura del Reino del Centro.

 

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Tan solo hay que coger un mapa y repasar los nombres de colinas, ríos, valles: Cueva de la Flauta de Junco, Pico de la Belleza Solitaria, Cueva de la Contención de las Olas… para comprender la filosofía con la que los habitantes del país del Dragón conciben el mundo que les rodea…. O bien subir al monte de emei Shan, uno de los cuatro montes sagrados del budismo chino, cuya ascensión -cuarenta kilómetros en la parte más corta- se gana peldaño a peldaño.

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A medida que asciende a la cumbre, situada a más de 3.000 metros de altura el extranjero cruza el límite de la realidad y se adentra en un mundo poblado por dragones, budas, animales sagrados… los mismos que adornan los nombres de la veintena de monasterios que aun permanecen habitados.

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A la Terraza de los Árboles Venerables le siguen el Templo del Tigre Agazapado, el Pabellón del Sonido Puro y el Estanque del Baño del Elefante. Mientras, en lo alto, esperan la cima de los diez mil budas y el premio final: la salida del sol sobre un mar de nubes que los visitantes, como es tradición, esperan desde mucho antes del alba.

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Pero hay que viajar más al sur de Emei Shan, cruzar el río Yangzi y atravesar la provincia de Guizhou hasta Yangshuo para contemplar el lugar donde la belleza de las tierras meridionales eclosiona en paisajes espectaculares. Una sucesión de colinas y montes de origen cárstico envueltos por el verde esmeralda de una vegetación furiosa, cubre todo el paisaje y acompaña en su camino hacier el norte y el oeste a los ríos Li y Yulong.

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Yangshuo, con sus 300.000 habitantes que contradicen su espíritu rural, es una población afortunada. Sus encantos paisajísticos le han colocado en la lista de objetivos turísticos para los millones de chinos que empiezan a descubrir su país y para los extranjeros que optan por visitar la China menos conocida, la que queda lejos de la Gran Muralla o de los rascacielos de Shanghai. Esta población ha arreglado alguna de sus calles más céntricas para ofrecer comodidad al visitante. Y aun así no puede decirse que sea una zona turística para los estándares occidentales, aunque las posibilidades para el viajero son enormes.

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Al caer la noche, junto a la orilla del río, esperan los viejos pescadores en sus balsas de bambú con sus cormoranes. Empieza la hora de la pesca. El pájaro, limitado por una anilla que oprime su cuello, se lanza a pescar guiado por la lámpara de su amo. Cuando atrapa algún pez, el pescador tira de la anilla para evitar que lo trague. Acabada la faena, el cormorán recibirá su ración de comida como premio y el visitante habrá llenado su cámara con las imágenes más pintorescas y, sin duda, con las que su imaginación recordará el viaje una vez concluido.

 

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Hacia el norte de Guilin la región guarda nuevas sorpresas. Mientras el viajero disfruta del paisaje, algo en la forma de vestir de los lugareños sugiere que se encuentra ya en territorio de las minorías étnicas. Aquí, los Han, mayoría en el resto del país, se convierten en la excepción. En su lugar, habitan los Yao, Zhuang, Dong y Miao, cuyas mujeres esperan con sus vestidos ordados y sus joyas a la entrada de los pueblos para dar la bienvenida al visitante. Con su idioma propio, sus costumbres ancestrales y su vistoso folclore dan forma a la otra China, la que quedó al margen del desarrollo acelerado  de las últimas décadas.

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En Pingan, al pie de los bancales del Espinazo del Dragón, una mujer deshace su larga coleta mostrando un cabello que llega al suelo. Es su manera de ser fiel a la tradición y también un espectáculo con el que espera ganar un puñado de yuanes. Por los caminos que se pierden por la montaña al viajero recorrerá poblados a los que no llega ninguna carretera, senderos que serpentean entre arrozales y saludará a gentes que le observan tras una barrera levantada por la extrañeza.

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Si el viajero se adentra en la vecina provincia de Yunnan hasta el límite con Sichuan, tras un tortuoso viaje por carretera, descubrirá a uno de los pueblos más sorprendentes del suroeste de China. Se trata de los Moso,una etnia que conservaba hasta hace unos años su organización matrilineal. Yang Erche Namu lo explicaba así en su libro ‘La tierra de las mujeres’. «Las mujeres y los hombres no se casas, porque el amor viene y va como las estaciones. (…). Ningún padre vive con sus hijos. Los niños moso se crían en la casa de su madre y toman su apellido. Los únicos hombres que viven en casa son los hermanos y tíos de las mujeres». El dominio chino de las últimas décadas ha debilitado estas tradiciones, pero la fama de este pueblo atrae cada vez a más turistas que deciden acercarse al lago Lugu, el centro del mundo moso.

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La recompensa al esfuerzo que supone llegar hasta esta remota zona de China la aporta el paisaje, uno de los más espectaculares del país. En el horizonte, las montañas del Tibet regalan vistas que nublan la mirada con sus cumbres siempre nevadas. Pero abajo, desde donde el viajero observa, la vegetación es subtropical.

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El jade, la piedra que ha sido símbolo de poder y ambición de emperadores durante siglos, tiene aquí su puerta de entrada desde la vecina Birmania. Durante las dinastías Qin y Han se creía que esta piedra tenía propiedades mágicas y vivificantes, por lo que formaba parte de los ajuares funerarios. El polvo de jade también era usado por alquimistas que buscaban el elixir de la inmortalidad. Ahora, figuras de jade que representan budas, emperadores y otros figuras inundan los mercadillos del país y rivalizan con la seda por convertirse en el objeto de deseo del turista.

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A Sichuan sus habitantes le llaman el reino del cielo y es seguro que algo se le ha contagiado de su vecindad con el Tibet, del que le separa, más que le une, una escarpada carretera que tiene fama de estar entre las más peligrosas del mundo. Es este es un territorio vasto y diverso, con 500.000 kilómetros cuadrados de extensión y algo más de cien millones de habitantes, que dan para mucho. Es aquí, en los húmedos bosques de bambú del norte de la región donde habitan los escasos osos pandas que aún viven en libertad, aunque que la única forma segura de verlos es acercarse a la reserva de Wolong.

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Para el visitante, Chengdú es el lugar donde descansar unos días, saborear de una de las gastronomías más suculentas del país y disfrutar de la ópera de Sichuán, antes de seguir camino. Las representaciones que combinan teatro, ilusionismo, marionetas y números musicales que hablan, a menudo, de tiempos legendarios. Sobre el escenario, China vuelve a ser el Reino del Medio, dueño de una milenaria civilización, dispuesto a no dejar que se borre nunca su recuerdo. Y el turista se lo agradece porque según ponga rumbo al este, las huellas de esa civilización se irán difuminando.

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La música de la selva

Reserva Lacandona, México

Publicado por Fuera de Serie, julio de 2007

Texto y fotos: Leonor Suárez

«La primera noche en la selva no se duerme mucho. Hay que acostumbrarse a la música, ensordecedora, de la naturaleza, a la enloquecedora sinfonía que interpretan los insectos, aves y animales que pueblan la espesura. Todos tienen algo que decir en la cálida oscuridad de esta zona sureña de México. Cuando el amanecer trae la calma y uno se sumerge por fin en un reconfortante duermevela, un aullido rompe el silencio y vuelve a situarte en el corazón de la jungla. Es el turno de los monos aulladores, que hacen honor a su nombre y llevan al visitante a desear haber elegido otro destino. Pero solo por unos pocos segundos, los que tarda la magia de este destino en hechizarte de nuevo.

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La selva Lacandona es un lugar apartado. Apenas ocupa unas líneas en las guías turísticas. Esta reserva, habitada por los mayas lacandones, se extiende por la zona oriental del estado de Chiapas y guarda entre su espesura la frontera con Guatemala, dibujada por el rio Usumacinta. En la frondosidad de la selva, donde los árboles no dejan ver el cielo, uno se siente observado por aves de intensos colores o mariposas de enorme tamaño. Allí habita el jaguar, el animal emblemático de los mayas, aunque no haya muchas posibilidades de encontrárselo frente a frente.

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No es la única sorpresa que puede deparar la espesura. La exuberante vegetación esconde ruinas de ciudades prehispánicas excepcionalmente conservadas. Son las que  aseguran un puñado de visitantes en verano a la reducida comunidad de menos de un millar de lacandones. Para atraer visitas, sus miembros han habilitado modestas construcciones en sus poblados, que son el único alojamiento disponible en la zona.

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Tras los vigilia de la primera noche, el día trae la reconciliación con la jungla. Uno de los nativos hace de guía para explorar los alrededores. Son tres horas de paseo a la sombra de árboles de hasta treinta metros de altura que lanzan al suelo gruesas lianas. Cada poco hay que hacer equilibrios sobre troncos que sustituyen a los inexistentes puentes.

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Recorren la jungla vigorosos ríos que el guía sortea con una facilidad imposible de imitar. Con su cuchillo, se abre camino entre la maleza. «Hace meses que nadie pasa por aquí», explica. Los turistas solo vienen en verano y es entonces cuando estas sendas recuperan la actividad. El resto del año, los habitantes tratan de mantener algún camino despejado pero la vegetación es ambiciosa y voraz, alimentada por una humedad máxima y un calor sofocante. Por eso, nadie se lo piensa dos veces antes antes de meterse bajo una cascada de agua fresca durante unos minutos y así ser capaces de seguir camino.

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La selva lleva años en regresión. Incluida en la Reserva de la Biosfera Montes Azules, forma parte de un cinturón boscoso que se extiende casi hasta el Mar Caribe, atravesando Guatemala y Belice. Hace medio siglo ocupaba más de 15.000 kilómetros cuadrados. Actualmente no alcanza ni un tercio de ese espacio y la deforestación sigue avanzando. Aun así, conserva buena parte de su riqueza ecológica: más de 4.000 especies de plantas y gran diversidad de aves y mamíferos. Además del jaguar, aquí tienen su hábitat ocelotes, guacamayos, tucumanes, águilas arpías, tapires y un largo etcétera, aunque casi lo único que se alcance a ver sean unas cuantas clases de mariposas y pájaros que hacen piruetas en el aire mientras cantan. -«También hay serpientes», – advierte el guía, sin dejar de sonreír.

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La actividad obligada para los visitantes es explorar las ciudades perdidas de la jungla. Las más cercanas al campamento son Yaxchilán y Bonampak. Para llegar a la primera hay que remontar el Usumacinta en barca, algo menos de una hora de recorrido. Los árboles guardan celosamente el lugar y, después de desembarcar, tardan aún en mostrar su secreto. Yaxchilán emerge de la espesura con sus palacios coronados por cresterías y adornados con relieves de guerreros o jaguares.

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El silencio tiene algo de misterioso, tanto como el aullido de los monos, que de cuando en cuando quiebran la tranquilidad del lugar. El calor se toca, nubla los sentidos. Y así uno se imagina cómo fue esta ciudad, fundada hace dos mil años y abandonada un milenio después, no se sabe bien por qué.

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Bonampak, la segunda ciudad, estuvo tan protegida por la selva que no fue descubierta hasta los años cuarenta. A ella se llega por la carretera fronteriza. Del transporte se encargan los miembros de la comunidad lacandona. Ellos son, dentro de la reserva, los únicos autorizados a prestar servicio a los turistas. Es, -explica el guía en un español confuso-, una manera de dar oportunidades a sus habitantes. La vida no parece fácil en este apartado lugar del mundo.

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Los palacios de Bonampak son más modestos que los de Yaxchilán. pero deparan una sorpresa: las pinturas murales del siglo VIII que narran escenas cortesanas y de guerra y que son las más importantes conservadas del periodo maya clásico.

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Antes de poner rumbo a Palenque, otra impresionante ciudad maya, nos despedimos del campamento lacandón. El contacto con la vida moderna ha alumbrado entre sus habitantes una realidad compleja, que va dejando de lado las señas de identidad tradicionales de los indios. Quizás esto decepcione a algún visitante. Pero una vez más, solo será durante unos segundos, porque cae la noche y  la jungla vuelve a atraparnos en su enloquecida actividad. De vuelta a casa, esas noches escuchando la música de la selva se recuerdan como una de las experiencias más increíbles que se han vivido.

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