CUANDO FUI ROSA

El ritual es el siguiente: sales a la calle provista de una bolsita de tikka (polvos de colores) y, a cada persona que te encuentras, la saludas alegremente con un apretón de manos o un fugaz abrazo, le deseas «Holi Mubaarak» o directamente ‘happy Holi’ y le rocías la frente con una pizca de tikka de color rojo, rosa, amarillo o cualquier tono intenso. La escena se desarrolla en un ambiente de alegría y optimismo, para algo es la fiesta con la que India da la bienvenida a la primavera.

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Pero este es el escenario ideal. A partir de él hay muchas variantes. Puede y suele pasar que quienes celebran Holi sean niños, adolescentes o veinteañeros para los que este es el día del año en el que todo está permitido.

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Pasa que el pellizquito de tikka natural que debería apenas salpicar al receptor se convierte en un puñado de tierra coloreada lanzada a quemarropa a la cara del transeúnte; pasa que los polvos de colores se remojan y se convierten en una tinta que, disparada desde bazucas de agua, empapan y tiñen de arriba a abajo a la víctima; pasa que, como los dichos niños y no tan niños no tienen dinero para comprar tikka natural, alguien les acaba vendiendo productos tóxicos que todos los años envenenan y matan a decenas de personas. Y por todo esto pasa que, cada vez más, quienes celebran Holi en India son quienes practican la variante desmesurada, mientras que el ciudadano medio -y sobre todo, la ciudadana media- permanece refugiado en su casa, a salvo de la locura colectiva que contagia  al país.

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Había leído en algunos blogs sobre los peligros de ser extranjero y salir a la calle en Holi. Pero la opción de quedarme en el hotel no se me pasaba por la cabeza. En su lugar tomé otra decisión: disfrazarme de india para evitar ser identificada como extranjera y poder unirme de forma discreta a la celebración. En el bazar de Jaipur compré unos pantalones anchos y una camisa amplia rosa: ya tenía mi salwar kameez, una vestimenta femenina muy habitual. En otro puesto del bazar compré la dupatta, un largo pañuelo de seda muy fina, también rosa, con el que pensaba envolverme el pelo y, si las cosas se ponían mal, también la cara para pasar desapercibida.

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Atuendo a la moda del país con el que traté, infructuosamente, de hacerme pasar por una india más


 

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El traje no funcionaba así que me cubrí la cara para tratar de pasar desapercibida, pero ni así

De esa guisa salía del el hotel cuando el recepcionista se abalanzó sobre la puerta y bloqueó la salida: que si me iban a matar, a robar, a asaltar, que era una locura salir, que había mucho peligro fuera, que todos los años mataban y secuestraban y robaban a no sé cuántos turistas, que nadie estaba tan loco como para salir así, siendo extranjero… Menos el peligro de quedar teñido de por vida de azul o de rosa enumeró todas las posibles desgracias.  Tan mal me lo puso que acabé aceptando su ofrecimiento de contratar un taxi para dar un paseo tentativo por la ciudad mirando por la ventanilla antes de decidir si me lanzaba o no al vacío de la celebración. Al taxi envió también al otro turista del hotel dispuesto a salir ese día, un  japonés de apariencia muy, muy japonesa que dio al traste con mi objetivo de pasar desapercibida.

El taxista, que tenía orden del recepcionista de pasearnos en el coche por la parte nueva de Delhi -la más aburrida, por estar desierta en día festivo-, no puso ningún reparo cuando le dimos la contraorden de llevarnos directamente al centro de la celebración, que era la calle donde se concentran los hoteles baratos frecuentados por mochileros.

Para subir

Una vez allí, le pedimos que nos esperara una hora y nos lanzamos a la calle, que a esa hora vivía ya una batalla abierta. Los bandos estaban mezclados pero en seguida quedaron claros: a un lado, los locales, indios de todas las edades pero de aspecto gamberro; al otro, los extranjeros, ¡¡casi todos japoneses!!, ¡¡casi todos hombres!!. A través del pañuelo que me cubría la cara, lo vi claro: tenía la batalla perdida, a pesar de la dupatta, del salwar kameez y de la poca pinta de india que hubiera podido lograr.

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Aquí la fiesta todavía me resultaba simpática. Solo llevaba un minuto en la calle y ya estaba así de adornada


 

Un minuto después, cinco rayas de colores verde, azul, rojo, fucsia y amarillo me cruzaban la cara, que ya había destapado en atención a un indio que se ofreció a vaciarme encima la bolsa de tikka si no lo hacía. Dos minutos después, una masa de barro multicolor me embadurnaba pañuelo, el pelo y la cara. Tres minutos después, me resultaba casi imposible mantener los ojos abiertos. Era el momento de la retirada. Me refugié en la terraza de uno de los hoteles, desde donde la mayor parte de extranjeros observaban la batalla cómodamente, requetelimpios, sofocando el calor con una cerveza Cobra.

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Metí la cabeza debajo del grifo y fue entonces cuando descubrí que esa masa, fuera lo que fuera, tenia la propiedad de ser indisoluble, y el color, que tenía una dominante rosa intensa, era indeleble. Ya no hacía falta que me cubriera la cara con el pañuelo, no iba a servir de nada, al fin y al cabo eran del mismo color. Volvimos al taxi, que nos esperaba desde hacía casi dos horas. El conductor propuso llevarnos al templo del loto, una de las maravillas de la Delhi moderna. «¿Hay lavabos?», le pregunté.

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En los jardines que rodean el templo una hilera de fuentes permiten a los fieles de esta religión ecléctica purificarse antes de entrar. Metí la cabeza debajo del grifo y ahí me quedé mientras el japonés hacía el circuito. El agua salía limpia del grifo y caía limpia en la pila, señal inequívoca de que mi cara seguía siendo rosa. Y con un tono cada vez más intenso, según comprobé en el espejo del baño. Volví a meter la cara debajo del grifo y allí me quedé otra hora larga hasta que me pareció que el fucsia palidecía un poco.

Al volver al taxi, el conductor comenzó a quejarse: le había teñido el asiento de rosa. Mientras cruzábamos la ciudad rumbo a Chandni Chowk, la parte vieja y más concurrida de Delhi,empecé a valorar seriamente los inconvenientes de haber cambiado de color de piel. Si esto iba a ser para siempre, ¿no hubiera sido mejor que me hubieran teñido de azul? Quizás era un poco más raro pero también más discreto que el rosa intenso, al que ya le estaba cogiendo manía. En la escalinata de la gran mezquita del viernes, varios grupos de indios sin muestras de haber participado en las bromas de Holi me hicieron fotos. -Did you enjoy Holi? Al parecer, les hacía gracia ver a una extranjera tan integrada en las costumbres del país. Pero a quien no se la hizo fue al portero de la mezquita. «No puedes entrar así, es impuro», dijo, casi indignado por mi atrevimiento.

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Aquí ya había conseguido rebajar varios tonos el color de la cara, pero las manos seguían con el tono ‘pantera rosa’


 

Era mi segundo intento de entrar en la mayor mezquita de Delhi. En un viaje anterior, hacía cinco años, me negaron la entrada porque era día y hora de rezo. Así que no estaba dispuesta a tener que esperar a una tercera ocasión. Le hice saber que limpia, estaba limpísima. Quizás la más limpia de todos, porque había pasado casi dos horas debajo del grifo. «Lo que pasa» -le dije- «es que estoy teñida. Ahora soy rosa, pero eso no significa que esté sucia». Me miró con escepticismo. «La cara pase, pero con esos pies y esas manos así, no puedes entrar. Tienes que taparlos», dijo. Y me entregó una bata de manga larga de licra azul floreada que me caía hasta el suelo. «Y el pelo, bien tapado», me advirtió, sin disimular la mueca de repulsión. Obedientemente me enfundé la bata, me ajusté el pañuelo y entré, sintiéndome como la abuela de la pantera rosa. ¿No hubiera sido mejor que me hubieran teñido de amarillo o de negro? en ese momento, resignada ya a no volver a ser blanca, cualquier color me parecía mejor al fucsia.
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Al volver al taxi me dí cuenta de las dimensiones del problema. A miles de kilómetros de casa y sin ningún familiar, amigo o conocido a la redonda, me podía permitir ser de cualquier color. Pero eran las seis de la tarde. Y a medianoche tenía que salir hacia el aeropuerto para coger el avión de vuelta a España. Al día siguiente de mi regreso tenía que trabajar!! Tenía seis horas para recuperar mi color original o, si eso no era posible, al menos rebajar el actual unos cuantos tonos, hasta dejarlo en un rosa aceptable. Le pedí al taxista que me llevara a una farmacia para comprar algo eficaz contra el mal del color. Pero estaban cerradas. En un supermercado, el encargado, después de discutir el caso con los empleados que se habían agolpado a mi alrededor y me miraban con la expresión de un médico que no entiende una radiografía, me recetó un ungüento a base de aceite de almendra y jabón de glicerina. «Aplicas uno sobre el otro haciendo capas y luego restregas. «No te preocupes. Cuesta quitarlo, pero en dos o tres semanas se irá». ¡¡Un par de semanas!! El recepcionista del hotel, que no detectó ningún problema al verme de vuelta -en su escala de peligros, definitivamente no figuraba como amenaza el cambiar de color- amplió el plazo a dos o tres meses. Y el japonés, para animarme, lo redujó piadosamente a dos o tres días. Máximo 24 horas, me dije, justo el tiempo que falta hasta que tenga que ir a trabajar. Pero luego me imaginé llegando a casa con ese color tan poco astur y reduje el reto a seis horas, el tiempo que tenía antes de ir al aeropuerto. Dos horas después y cuando el bote de aceite de almendra ya estaba mediado, el agua de la ducha comenzó a salir rosa. La pantera comenzaba a huir por el desagüe.

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Cuando me fui del hotel había logrado rebajar unos tonos el color, aunque solo el de la cara. Las manos parecían mas rosas que nunca, como si todo el tinte que había arrancado de las mejillas se hubiera quedado en ellas. ¿Te lo pasaste bien en holi, eh?, me dijo el guardia del control de pasaportes al ver la mano fucsia que le tendía el documento. «¡Vaya fiesta que te has pegado, ¿volverás el año que viene, no?» bromeó la azafata de British Airways. Dormí durante todo el viaje y desperté ya en Madrid, sin saber de qué color era. De ahí, cogí otro vuelo a Oviedo. Al llegar a casa, mi madre se quedó mirándome. Me temí lo peor. ¡Qué color, te dio el sol bien, eh! me dijo. Ahora estás roja, pero mañana vas a estar negra. Qué suerte! En marzo y con ese buen color!

PD. Todos tenían razón: el color tardó entre dos y tres días en irse de la cara, entre dos y tres semanas en borrarse de las manos y entre dos y tres meses de desaparecer por completo de los pies. Definitivamente Holi es una fiesta que se disfruta más en un documental de la tele o en un reportaje de una revista aunque si te pilla allí, hay que disfrutarla!