Bajo las estrellas del Thar

Publicado en Fuera de Serie. Mayo de 2008

Texto y fotos: Leonor Suárez

Durante siglos, las mercancías más preciadas cruzaban el Thar rumbo a los mercados de oriente y occidente. Hoy el mundo casi ha olvidado este gran desierto, situado entre Pakistán e India.

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«Y, enfurecido con su mujer, Siva cortó la cabeza al niño sin imaginarse que era su hijo y la lanzó lejos, tan lejos, que se perdió».  Agar clava sus ojos en los de su interlocutor para enfatizar el dramatismo de su relato. Tiene el pelo azabache, espeso, y una sonrisa generosa. Está sentado en el asiento de atrás del vehículo en el que viajamos por un camino que se estrecha progresivamente ante el avance de la arena. El calor aprieta, las fuerzas flaquean. Pero no el entusiasmo de Agar, el guía, que sigue adelante con las explicaciones de cómo Ganesha, dios hindú de la suerte, acabó pegado a una cabeza de elefante por un arranque de ira de su padre.

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No es la primera vez que en este viaje alguien nos cuenta la vida de algún Dios con el entusiasmo de un fan que explica el argumento de una película de Bollywood. «Para nosotros, los hindúes, están muy presentes estas historias», justifica, mientras el conductor asiente con la cabeza. Y así, sumergidos en el universo religioso hindú, nos adentramos una calurosa mañana en el confín occidental del Rajastán mítico. Ante nosotros, el gran desierto del Thar.

Copia de DSC02822

«Quizás suene bien», me había advertido antes de partir un viajero. «Pero ten presente que al Thar se le conoce también como el País de la muerte». No hay nada a simple vista que explique esta asociación, pienso mientras avanzamos. Esta extensión árida de más de 100.000 kilómetros cuadrados no es un desierto de grandes dunas. El mar de arena está salpicado por una vegetación dispersa, que refuerza su apariencia inhóspita. Entre la arena y las rocas nacen hierbas ralas, arbustos y hasta arbolillos que alimentan a camellos, cabras y, cómo no, a los dioses, recuerda Agar, que identifica a uno de ellos como aak, el árbol de siva, «el preferido por esa divinidad».

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Nadie lo diría ahora pero el Thar fue una de las principales vías de comunicación hace siglos. Para viajar desde occidente hasta el lugar donde nacía el sol y abundaban la seda y las especias, las caravanas de camellos cruzaban esta extensión de arena y piedras que separa Pakistán de India. Sus idas y venidas trazaron uno de los caminos de la ruta de la Seda. Hoy ya no hay caravanas que lo crucen con su carga de tejidos, opio, especias y piedras preciosas. Los camellos transportan turistas, que empiezan a alumbrar un futuro prometedor para sus habitantes, a pesar de que el Thar no se encuentre cerca de ninguna parte.

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Llegar hasta esta remota zona no es tarea fácil. Desde India, la principal puerta de entrada está en Jaisalmer, conocida como la ciudad dorada, que se alcanza tras varias horas de viaje en autobús por carreteras tortuosas. Jaisalmer hace honor a su sobrenombre, y no solo por el característico color de su piedra, que brilla como el preciado metal a la luz del sol, sino por el mimo de orfebre con el que están construidos sus edificios.

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Desde su fundación en el siglo XII, Jaisalmer fue un premio para las caravanas que cruzaban el desierto. Sus bastiones que rodean la colina Trikut anunciaban el fin de las penalidades del camino y la llegada a una ciudad próspera, dominada por el palacio de siete pisos del marajá y plagada de mansiones -denominadas havelis- ricamente ornamentadas, que exhibían la pujanza de los mercaderes.

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En el siglo XIX, el aumento del tráfico marítimo desde Bombay puso la primera piedra de su aislamiento. Pero el tiempo ha respetado esta joya del desierto y Jaisalmer sigue regalando a quien hace el esfuerzo de llegar hasta allí imágenes soñadas de ‘Las mil y una noches’.

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Aunque la ciudad dorada justifica por sí sola un viaje a esta zona, la visita no está completa sin la experiencia del desierto. hoteles y agencias de viajes ofrecen ‘safaris’ que incluyen excursiones en camello por las dunas, visitas a los pueblos de la zona y el plato fuerte: una noche de acampada en el desierto para dormir bajo las estrellas.

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«La vida aquí no es fácil, pero te acostumbras a vivir con muy poca agua», explica Agar mientras visitamos el primer pueblo, un conjunto de chozas de adobe y paja que alternan con otras de piedra igual de rudimentarias. La llegada de un turista a la aldea sigue siendo un motivo de fiesta para los niños, que muestran sus casas, explican sus costumbres, enseñan sus cultivos… «Eso es cawarfali, es para comer», dicen señalando unos brotes amontonados sobre una esterilla. Es uno de los pocos frutos que consiguen arancarle a la tierra.

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El agua no siempre está a mano, a veces hay que andar kilómetros hasta el pueblo más cercano. Son las mujeres, con las vasijas sobre sus cabezas, quienes van en su busca, envueltas en coloridos saris, mientras los hombres, tocados por turbantes de color azafrán o rojo intenso, o verde manzana… acompañan a los rebaños de cabras y camellos. Saris y turbantes ponen color al desierto y a los recuerdos que se llevará, grabados en su cabeza, el visitante.

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La caída de la tarde marca el final de las visitas y el inicio del espectáculo. Sentados en las dunas, vemos el sol hundirse en la arena, tiñendo de naranja el horizonte. Después, la oscuridad se traga el desierto. Es el momento de dejar hablar a los músicos que, acompañados de tabla y armonium, interpretan canciones que tratan del amor, la familia y la dureza de la vida. Cuando la música se retira, el cielo está ya cubierto de estrellas. Y así, admirándolo en silencio, recostados en lechos dispuestos sobre la arena, pasa rápida la noche en el desierto.

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Al día siguiente, una aventura más antes de despedirnos del Thar: explorar las dunas a lomos de un camello de aspecto somnoliento. Su piel áspera está tibia y contrasta con el fresco de la mañana. Hay antílopes que se mueven con ligereza por la arena, arbustos que desafían la aridez con sus ramas cuajadas de flores… El sol proyecta nuestra sombra sobre las dunas y, meciéndonos al ritmo del paso tranquilo del camello imaginamos cómo era ese desierto que vivían, y sufrían, quienes durante siglos lo cruzaron para hacer realidad, con sus mercancías, las promesas del exótico oriente.

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Bajo las estrellas del Thar

Publicado en Fuera de Serie. Mayo de 2008

Texto y fotos: Leonor Suárez

Durante siglos, las mercancías más preciadas cruzaban el Thar rumbo a los mercados de oriente y occidente. Hoy el mundo casi ha olvidado este gran desierto, situado entre Pakistán e India.

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«Y, enfurecido con su mujer, Siva cortó la cabeza al niño sin imaginarse que era su hijo y la lanzó lejos, tan lejos, que se perdió».  Agar clava sus ojos en los de su interlocutor para enfatizar el dramatismo de su relato. Tiene el pelo azabache, espeso, y una sonrisa generosa. Está sentado en el asiento de atrás del vehículo en el que viajamos por un camino que se estrecha progresivamente ante el avance de la arena. El calor aprieta, las fuerzas flaquean. Pero no el entusiasmo de Agar, el guía, que sigue adelante con las explicaciones de cómo Ganesha, dios hindú de la suerte, acabó pegado a una cabeza de elefante por un arranque de ira de su padre.

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No es la primera vez que en este viaje alguien nos cuenta la vida de algún Dios con el entusiasmo de un fan que explica el argumento de una película de Bollywood. «Para nosotros, los hindúes, están muy presentes estas historias», justifica, mientras el conductor asiente con la cabeza. Y así, sumergidos en el universo religioso hindú, nos adentramos una calurosa mañana en el confín occidental del Rajastán mítico. Ante nosotros, el gran desierto del Thar.

 

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«Quizás suene bien», me había advertido antes de partir un viajero. «Pero ten presente que al Thar se le conoce también como el País de la muerte». No hay nada a simple vista que explique esta asociación, pienso mientras avanzamos. Esta extensión árida de más de 100.000 kilómetros cuadrados no es un desierto de grandes dunas. El mar de arena está salpicado por una vegetación dispersa, que refuerza su apariencia inhóspita. Entre la arena y las rocas nacen hierbas ralas, arbustos y hasta arbolillos que alimentan a camellos, cabras y, cómo no, a los dioses, recuerda Agar, que identifica a uno de ellos como aak, el árbol de siva, «el preferido por esa divinidad».

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Nadie lo diría ahora pero el Thar fue una de las principales vías de comunicación hace siglos. Para viajar desde occidente hasta el lugar donde nacía el sol y abundaban la seda y las especias, las caravanas de camellos cruzaban esta extensión de arena y piedras que separa Pakistán de India. Sus idas y venidas trazaron uno de los caminos de la ruta de la Seda. Hoy ya no hay caravanas que lo crucen con su carga de tejidos, opio, especias y piedras preciosas. Los camellos transportan turistas, que empiezan a alumbrar un futuro prometedor para sus habitantes, a pesar de que el Thar no se encuentre cerca de ninguna parte.

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Llegar hasta esta remota zona no es tarea fácil. Desde India, la principal puerta de entrada está en Jaisalmer, conocida como la ciudad dorada, que se alcanza tras varias horas de viaje en autobús por carreteras tortuosas. Jaisalmer hace honor a su sobrenombre, y no solo por el característico color de su piedra, que brilla como el preciado metal a la luz del sol, sino por el mimo de orfebre con el que están construidos sus edificios.

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Desde su fundación en el siglo XII, Jaisalmer fue un premio para las caravanas que cruzaban el desierto. Sus bastiones que rodean la colina Trikut anunciaban el fin de las penalidades del camino y la llegada a una ciudad próspera, dominada por el palacio de siete pisos del marajá y plagada de mansiones -denominadas havelis- ricamente ornamentadas, que exhibían la pujanza de los mercaderes.

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En el siglo XIX, el aumento del tráfico marítimo desde Bombay puso la primera piedra de su aislamiento. Pero el tiempo ha respetado esta joya del desierto y Jaisalmer sigue regalando a quien hace el esfuerzo de llegar hasta allí imágenes soñadas de ‘Las mil y una noches’.

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Aunque la ciudad dorada justifica por sí sola un viaje a esta zona, la visita no está completa sin la experiencia del desierto. hoteles y agencias de viajes ofrecen ‘safaris’ que incluyen excursiones en camello por las dunas, visitas a los pueblos de la zona y el plato fuerte: una noche de acampada en el desierto para dormir bajo las estrellas.

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«La vida aquí no es fácil, pero te acostumbras a vivir con muy poca agua», explica Agar mientras visitamos el primer pueblo, un conjunto de chozas de adobe y paja que alternan con otras de piedra igual de rudimentarias. La llegada de un turista a la aldea sigue siendo un motivo de fiesta para los niños, que muestran sus casas, explican sus costumbres, enseñan sus cultivos… «Eso es cawarfali, es para comer», dicen señalando unos brotes amontonados sobre una esterilla. Es uno de los pocos frutos que consiguen arancarle a la tierra.

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El agua no siempre está a mano, a veces hay que andar kilómetros hasta el pueblo más cercano. Son las mujeres, con las vasijas sobre sus cabezas, quienes van en su busca, envueltas en coloridos saris, mientras los hombres, tocados por turbantes de color azafrán o rojo intenso, o verde manzana… acompañan a los rebaños de cabras y camellos. Saris y turbantes ponen color al desierto y a los recuerdos que se llevará, grabados en su cabeza, el visitante.

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La caída de la tarde marca el final de las visitas y el inicio del espectáculo. Sentados en las dunas, vemos el sol hundirse en la arena, tiñendo de naranja el horizonte. Después, la oscuridad se traga el desierto. Es el momento de dejar hablar a los músicos que, acompañados de tabla y armonium, interpretan canciones que tratan del amor, la familia y la dureza de la vida. Cuando la música se retira, el cielo está ya cubierto de estrellas. Y así, admirándolo en silencio, recostados en lechos dispuestos sobre la arena, pasa rápida la noche en el desierto.

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Al día siguiente, una aventura más antes de despedirnos del Thar: explorar las dunas a lomos de un camello de aspecto somnoliento. Su piel áspera está tibia y contrasta con el fresco de la mañana. Hay antílopes que se mueven con ligereza por la arena, arbustos que desafían la aridez con sus ramas cuajadas de flores… El sol proyecta nuestra sombra sobre las dunas y, meciéndonos al ritmo del paso tranquilo del camello imaginamos cómo era ese desierto que vivían, y sufrían, quienes durante siglos lo cruzaron para hacer realidad, con sus mercancías, las promesas del exótico oriente.

 

 

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